"De alguna manera esto que os cuento me ha sucedido".



domingo, 9 de mayo de 2010

5. Epílogos.


          “¿Por qué debería preocuparme por la posteridad?
          ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?”
          Groucho Marx.

     Que yo recuerde, mi primer gran amor se llamaba Elena. Debía tener entonces cuatro años, uno menos que yo. Su memoria se hace niebla, brumas… Es probablemente uno de los recuerdos más remotos que tengo. En realidad no alcanzaría a contar más allá de dos detalles. Su pelo era rubio y rizado… y jamás hablé con ella.

     Más de una vez me calentaron las nalgas al sorprenderme en el patio de las niñas anonadado, mirándola, sin hacer nada que no fuera epatarme con su pureza de ángel, su inocencia, su luz. Recuerdo mi desconcierto cuando tirando feo de mi brazo me arrastraban al otro lado de la valla preguntándome “qué demonios hacías ahí otra vez?”. Nunca supe qué responder. Masajeando mis posaderas magulladas, yo sólo sabía una cosa. Aquel patio era mi sitio. Cualquier otro lugar me era hostil o cuando menos inane. Quería estar con ella. Nada más.

     Cuarenta años después uno se pregunta cómo puede un changuito de esa edad enamorarse de algo. Siguiendo qué roles, qué patrones, qué llamada de qué hormonas, sentía uno de repente ese sin vivir, ese peso acá dentro y esa atracción que le hacía saltar vallas para quedarse menso no más en contemplación. La verdad… no me lo explico.

     No sé, por supuesto, qué pasó con Elena ni si nuestro romance duró más allá de una semana. Como digo es un recuerdo que tiene más bien la consistencia y la textura de los sueños. El caso es que ahí empezó una de las andaduras más apasionantes de la vida: la búsqueda incansable, más o menos consciente, de esa cosa inasible, ingrávida, que reivindicamos como esencial y que normalmente ni siquiera sabemos definir. Esa entidad, ese algo que, quedándonos tan panchos, venimos a llamar amor.

domingo, 2 de mayo de 2010

4. Carta abierta: Lecciones de amor.


 
     Sé de sobra, mi amor, que no es cosa fácil vivir a mi lado. Lo sé bien, entre otras cosas, porque llevo ya muchos años viviendo conmigo. Porque soy un tipo inquieto, un buscador. Por mi afán por la utopía, por mi certeza inconsistente de que sólo rompiendo estructuras, siendo el cambio de forma serena, modesta, en lo cotidiano, puedo luego sentarme a mi lado y brindarme un abrazo. Por todo ello y por más… no es sencillo. Lo sé.

     También por todas esas cosas que sólo tú sabes, mi vida. Porque cada día aprendo cómo quiero ser e intento ser como quiero. Porque entre el misterio y la farsa elijo el misterio y me quedo aceptando el vacío, paradito sobre un piso tan incierto como yo, tan inquieto.  

3. Quien bien te quiere...


          “Sabemos ya el secreto de nuestros mayores:
          Los viejos nunca fueron jóvenes”.
         F. Fernán-Gómez.

     Ayer vino a verme. Oí su voz llamarme bajito junto a la almohada. Luego soñé con ella.

     Cuando mi abuela murió, hace ya muchos años, era apenas un pajarito mojado. Se había ido haciendo pequeña hasta convertirse en una muñeca frágil, difícil de manejar, que vivía en su propio mundo de recuerdos mal mezclados, en un tiempo desquiciado que se alborotaba permitiendo estampas imposibles con familiares de diferentes épocas tomando café sentados alrededor de la misma mesa camilla. Con esos fantasmas queridos se entendió mejor en sus últimos años que con nosotros, un atajo de Déjà vus de nombres intercambiados y rostros difusos que interrumpíamos constantemente el normal devenir de su mundo trastornado.

     Siempre, incluso cuando no era ya sino una pasita arrugada de pelo blanco, conservó una luz fiera en sus ojos azules, llenos de vida hasta el día en que, enredada en las filigranas blancas del ganchillo, se le olvidó por fin respirar. Había en aquellos ojos reflejos de mares que nunca vieron y la promesa de una serenidad que nunca tuvo. En aquellos tiempos, se me quedaba mirando con una sonrisa infantil como pensando “sé que te conozco pero no sé quien eres” y de pronto algo amanecía en sus ojos y comenzábamos aquella interminable conversación cíclica: 

2. Cuentos: El maestro.

          “-Cuéntame un cuento.
          -Yo soy.”

     El Sol calentaba sus cuerpos. Podían sentir nítida la yerba bajo sus pies, fresca, acogedora. Cinco árboles les rodeaban dibujando a su alrededor un espacio de calma mientras la ciudad, arrogante, seguía con su eterno latir, con el incesante rumor de sus miles de almas. Acababan de disfrutar de una larga sesión de gimnasia energética en los jardines del Templo de Debod. Luego, sentados uno frente al otro, en silencio, abismaron su atención, en quietud, respirando, hasta que ambos, simultáneamente, con suavidad, abrieron los ojos. Se miraron. Daniel se sentía feliz, eufórico. Él simplemente estaba en paz.

-Maestro, puedo hacerte una pregunta?

-Insistes en llamarme maestro... y así sólo me alejas de tí. Soy igual que tú, sólo un poco más viejo.

-Pero… tú siempre tienes todas las respuestas.

-Sólo tengo “mis” respuestas. Tan solo mis experiencias, Daniel, mis certezas, mis elecciones… mis mentiras. Ya lo sabes.

-Bueno, bueno, está bien, no empecemos otra vez. Puedo hacerte la pregunta o no?

-Dime –dijo asintiendo con los ojos cerrados, extendiendo su palma derecha hacia arriba a modo de invitación.